nuevas en la faena de levantar los
días,
viejas de antiguos dolores y flagrantes
heridas.
Aquéllas como calles arboladas de
hijos,
éstas con las matrices secas tras
múltiples hornadas,
y las holladas en el cuerpo y en el
alma.
A todas, a todas, agito mi saludo
como un pañuelo blanco, y digo
Buenos días, mujeres,
buenos días hermanas.
Las que en la madrugada desperezan el
sueño
y las que recién encauzan sus cansadas
vigilias,
las que trabajan a deshora y en las
horas del día,
las que cuidan enfermos, las que curan
dolores,
las que van al mercado, las que cavan
los surcos,
las que muelen el grano,
las que lavan los patios,
las que zurcen y tejen,
las que amamantan niños y veranos.
Las que pasean dichas ajenas,
las que enseñan,
las que tienen familia y las que ni
tienen cama,
las que están encinta y las que dan a
luz
partes de sí mismas.
A todas, a todas, agito mi saludo
como un pañuelo blanco y digo
Buenos días, mujeres,
buenos días, hermanas.
A las que se sacrificaron por habitar
los sueños,
a las que no quisieron, a las que
pernoctaron
las vigilias del hombre,
a las que se quedaron a velar a los
muertos
después de la victoria, después de la
derrota,
a las que no quisieron partir,
a las que dieron todo y se olvidaron de
sí.
A las desposeídas y a las que
maduraron,
a las que en los hogares respiran
vapores agrios,
a las que esperan siempre
el milagro de un beso, de una amiga, de
un niño,
a las eternas apasionadas de las vastas
hazañas,
a las inspiradoras, a las viudas de
recuerdos y desposadas de ensueños,
a las que no se resignan, a las que
quieren su parte
en la aventura de los navegantes.
A las altivas mujeres de hoy
que son enteras como la tierra
que guarda en su seno la simiente.
A todas, a todas,
flameo mi saludo como una bandera y
digo
¡Buenos días mujeres, buenos días al
mundo!
Fina Warschaver
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