Ellos son los compañeros de viejas
aulas empolvadas,
de desvelos, de farras y tormentas,
las voces que lanzan un SOS a media
noche,
los nudillos que a deshoras llaman a tu
puerta,
para ellos, sin cerrojo,
las figuras que dibujan palabras y
matan el tiempo en tu patio
cuando no hay nada mejor
en un domingo de soledades compartidas.
Los que no faltan a tu mesa, los oídos
abiertos,
la lámpara encendida a la hora en que
amanecen las palabras.
Algunos se evaporan sin siquiera haber
cruzado la calle,
otros te acompañan hasta que los
doblan las primeras arrugas,
entonces huyen espantados
a refugiarse bajo antifaces nuevos y
recetas exóticas
para estirar los años en la cara,
los mismos años que les cuelgan en los
riñones y en el hígado.
Otros, al percatarse de su íntima
soledad
vuelven arrastrando la cobija de
recuerdos
ahora con un par de espacios en blanco
y un pliego de fantasías que contar,
labran excusas, verdades a medias
y se instalan, como antes, a seguir
matando las horas en tu patio.
Entonces te das cuenta de que eres de
azúcar,
que padeces de amnesia, o que quizá
nada te importa
y llegas a la conclusión de que todos
ellos
aunque sobrevivan tantas tormentas bajo
tu techo
no son más que desconocidos de toda la
vida.
María Cristina Orantes
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