martes, 17 de abril de 2012

De senectute

Cuando yo era muy niña
las viejas se peinaban como diosas.
Me gustaba acercarme y contemplar
el sencillo ritual de cada día:
las viejas, sentadas a la puerta,
esperaban tranquilas a sus hijas
que llegaban alegres, bulliciosas,
a deshacer el moño del día anterior.

Con la mirada absorta de la infancia,
observaba caer los escasos cabellos
sobre los hombros secos y la espalda abatida.
Las viejas elevaban hacia el cielo su rostro
con los ojos cerrados
y no podía yo quitar mis ojos
de la piel transparente de sus sienes,
de la azulada red de duras venas,
de los largos mechones apagados.

Así avanzaba otro día,
se tejían las trenzas con esmero,
se trataban asuntos de mujeres,
a veces susurrados,
a veces relatados con viveza,
mientras peinas y horquillas
flotaban en la blanca palangana.

Cuando yo era muy niña
las viejas iban siempre de negro
y vivían
cara al sol en silencio y con los ojos cerrados,
y se peinaban
como si fueran diosas.
Pero aquel elegante recogido que tanto me gustaba
acababa cubierto por un pañuelo negro,
un día más, oculto.
un día más, perfecto.

Irene Sánchez Carrón

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