lunes, 26 de marzo de 2012

Aquella rama

Si evoco su agonía,
otra vez veo mecerse en mi memoria,
muy lenta, aquella rama.
Mi madre se ha rendido a un nudo
de claridad y sombra. Su semblante
cae en los tonos del color más próximo
a la muerte,
el amarillo que la plata agria
transforma en inminencia, en blando acero.

Aquella rama, horizontal, sostiene
un plomo diáfano
que ahora gravita fuera,
aunque tal vez también estuvo dentro
de la habitación
y es sólo la memoria la que expulsa
ese peso de luz. Mi madre, así,
queda nimbada de fatiga y límite.

Si escucho el desvarío, el intrincado
pasadizo desierto
por donde ella accede
a la niña que fue,
o a un nombre,
o al presente enigmático
que en su palabra está sacrificándose,
se me aparece allí, junto a su voz,
la rama,
vívido brazo verde
detrás del ventanal, foco del día,
ajena y lógica porque es más firme.

Mi madre habla
en un aire privado, en la certeza
de sílabas cegadas que en mí laten,
perdidas para el mundo.

Asiento poderoso de algo real,
la rama no desaparece. Fue
y está, estuvo y es. Se queda aquí
y ocurre en la memoria,
doble y única.

Noto el trabajo de su pesantez
tan inocente, tan imperturbable.

Perdura en el verdor de la verdad.

Antonio Cabrera

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